
Disfrutaba del ocio de la tarde sin sentimiento de culpa. Mucho por hacer y pocas ganas. La dicotomía diaria, el Boca-River cotidiano, el dilema: “¿leer por leer o hacer el tiempo productivo?”.
Lo primero es lo primero, dije, y agarré La Voluntad de Caparrós. Mo-nu-men-tal, tremendo libro. Caparrós es ese muchacho de bigotes algo locos, similares a los de Luis Almirante Brown, uno de los personajes de Capusotto (Eliseo dixit).
Leía a Caparrós, decía, cuando el ring-ring insoportable del timbre me sacó de un cuento de militares, guerrilleros y otras yerbas. Parsimonioso, acudí al llamado. Antes de llegar a la puerta, el ring-ring estalló otra vez.
“Abra, sabemos que está ahí. Somos la policía del pensamiento”, sonó la voz al otro lado. “La puta que lo parió, este Orwell otra vez se aspiró un par de ácidos y está delirando por el barrio”, pensé sin abrir la boca.
Apenas pasó un segundo de escaso silencio.
—¡Abra, sabemos que está ahí!. ¿Se olvida que somos la policía del pensamiento?
—Perdón oficial, ¿en qué puedo ayudar? –balbuceé mientras abría la puerta.
—¿Usted es loquito o se hace?. ¿En qué mierda piensa?. ¿Tiene estiércol en la cabeza?. ¿Qué es eso de leer a Caparrós?. ¿Me puede decir en qué pensaba?.
—Pensaba en un bigote largo, jaja.
—¿Es gracioso?
—Pasa que estoy mirando mucho Capusotto y me está quemando el cerebro.
—Pero Capusotto está haciendo plata. Mide como 7 puntos de raiting y usted, en cambio, no mide nada.
—¿Cómo no?, yo mido un metro ochenta y siete.
—Uno ochenta y seis con tacos, diría yo.
—Como sea, pero algo mido.
—Perdón oficial, ¿en qué puedo ayudar? –balbuceé mientras abría la puerta.
—¿Usted es loquito o se hace?. ¿En qué mierda piensa?. ¿Tiene estiércol en la cabeza?. ¿Qué es eso de leer a Caparrós?. ¿Me puede decir en qué pensaba?.
—Pensaba en un bigote largo, jaja.
—¿Es gracioso?
—Pasa que estoy mirando mucho Capusotto y me está quemando el cerebro.
—Pero Capusotto está haciendo plata. Mide como 7 puntos de raiting y usted, en cambio, no mide nada.
—¿Cómo no?, yo mido un metro ochenta y siete.
—Uno ochenta y seis con tacos, diría yo.
—Como sea, pero algo mido.
“Señor, señor. Son 14 pesos con cuarenta centavos. Le agradezco si tiene monedas, vio que no hay muchas y ya nadie trae sencillo”, me dice con una voz filosa la cajera.
Heroína pasajera, no sabe ella que acaba de rescatarme de un peligroso interrogatorio policial. No sabe que acaba de sacarme de Babia, que no es una ciudad alemana como algún trasnochado podría pensar, sino un hermoso lugar a mitad de camino entre la distracción y mi (in) capacidad de pensamiento.
Y sí, las colas de supermercado dan para estas cosas