lunes, 28 de julio de 2008

Una excursión por Babia



Disfrutaba del ocio de la tarde sin sentimiento de culpa. Mucho por hacer y pocas ganas. La dicotomía diaria, el Boca-River cotidiano, el dilema: “¿leer por leer o hacer el tiempo productivo?”.


Lo primero es lo primero, dije, y agarré La Voluntad de Caparrós. Mo-nu-men-tal, tremendo libro. Caparrós es ese muchacho de bigotes algo locos, similares a los de Luis Almirante Brown, uno de los personajes de Capusotto (Eliseo dixit).


Leía a Caparrós, decía, cuando el ring-ring insoportable del timbre me sacó de un cuento de militares, guerrilleros y otras yerbas. Parsimonioso, acudí al llamado. Antes de llegar a la puerta, el ring-ring estalló otra vez.


“Abra, sabemos que está ahí. Somos la policía del pensamiento”, sonó la voz al otro lado. “La puta que lo parió, este Orwell otra vez se aspiró un par de ácidos y está delirando por el barrio”, pensé sin abrir la boca.

Apenas pasó un segundo de escaso silencio.
—¡Abra, sabemos que está ahí!. ¿Se olvida que somos la policía del pensamiento?
—Perdón oficial, ¿en qué puedo ayudar? –balbuceé mientras abría la puerta.
—¿Usted es loquito o se hace?. ¿En qué mierda piensa?. ¿Tiene estiércol en la cabeza?. ¿Qué es eso de leer a Caparrós?. ¿Me puede decir en qué pensaba?.
—Pensaba en un bigote largo, jaja.
—¿Es gracioso?
—Pasa que estoy mirando mucho Capusotto y me está quemando el cerebro.
—Pero Capusotto está haciendo plata. Mide como 7 puntos de raiting y usted, en cambio, no mide nada.
—¿Cómo no?, yo mido un metro ochenta y siete.
—Uno ochenta y seis con tacos, diría yo.
—Como sea, pero algo mido.

“Señor, señor. Son 14 pesos con cuarenta centavos. Le agradezco si tiene monedas, vio que no hay muchas y ya nadie trae sencillo”, me dice con una voz filosa la cajera.

Heroína pasajera, no sabe ella que acaba de rescatarme de un peligroso interrogatorio policial. No sabe que acaba de sacarme de Babia, que no es una ciudad alemana como algún trasnochado podría pensar, sino un hermoso lugar a mitad de camino entre la distracción y mi (in) capacidad de pensamiento.

Y sí, las colas de supermercado dan para estas cosas

viernes, 25 de julio de 2008

Juicio y castigo a la farolera

La farolera tropezó
y en la calle se cayó
y al pasar por un cuartel
se enemoró de un coronel.
La farolera, un canto bello según algunos; melodías de anacrónicas nostalgias para otros. Pero señores, llegó la hora de derribar los mitos de la infancia. La infancia es una edad de mierda donde todos nos agarran de boludos y nos conforman con un chupetín o una mentira piadosa.
Ya hubiese deseado yo que alguien me dijera la verdad de la milanesa, que me preparara de manera cruenta para la verdades del mundo adulto, en lugar de hacerme creer que el ratón Pérez se llevaba mis dientes caídos o que el niño Dios -¡el niño Dios!- me traía regalos todos los de diciembre. La verdad, por dura que parezca, es que el ratón Pérez conmigo siempre se pasó de ratón y se llevó mis dientes de leche para hacer quesos y exportarlos a Disneylandia, pero nunca me dejó un centavo. Lo que se dice un expropiador de plusvalía llevado al paroxismo.
Ya hubiese deseado que alguien me dijera que la farolera nunca tropezó, que en realidad simuló caerse frente a un coronel porque era una turrita trepadora que deseaba el ascenso social de manera simple y sin esfuerzos -y todos sabemos que, en otros tiempos, los coroneles garantizaban eso y mucho más.
Pero no. Es preferible seguir la corriente y decir que la farolera era una distraída muchacha que luego de un tropezón -¡oh sorpresa!- se encontró con el uniformado y pasaron por la iglesia para consumar el acto, que luego seguramente terminaría en una noche de descorche y desconche pero, eso sí, avalado por la teoría preconciliar de los manya ostia y sus acólitos chupacirios. Es decir, una turrita trepadora pero garchando sobre la pureza de la sábana blanca del matrimonio y con el rosario en la mano para pedir perdón por los pecados si las intenciones del coronel iban más allá de lo permitido por la moral y las buenas costumbres.
Es más fácil seguir reproduciendo esa versión, que preguntarse por qué no se tropezó delante de un montonero, un obrero fabril con conciencia de clase o un changarín de los cañaverales de azúcar de Tucumán.
¿Que reacción hubiese tenido la derecha de cabotaje si la versión de la canción infantil diría "la farolera tropezó con una bomba molotov, un monto la mató luchando por la liberación"?.
¿Se imaginan la reacción?. ¿Se imaginan a La Nación y Radio 10 pidiendo la cabeza del creador de la canción por subersivo, apatrida y engranaje ideológico del comunismo internacional con sede en Moscú (cuando Moscú era algo más que un lindo circo y un par de multimillonarios que compran clubes de fútbol)?.
¿Se lo imaginan?.
No dudaría ni un minuto en afirmar que la farolera es una de las principales artífices y mentoras tanto de los golpes de Estado pergeñados como de los intentos de subvertir el orden constitucional y repúblicano en nuestro país.
En la opinión pública, se ha evaluado casi todo; la responsabilidad militar, la complicidad del sector político y de la sociedad frente a las dictaduras, el rol de los medios de comunicación en esas épocas oscuras. En democracia, se indultó y se puso punto final, se derogó y se volvió a juzgar muchos años después.
Pasó eso y mucho más, pero lo que nadie, pero nadie hizo fue acusar a la farolera como lo que fue: la referencia más prominente de la oligarquía y el gorilismo en nuestro país, una de las operaciones ideológicas más efectivas de la derecha sobre la cabeza de nuestros niños.
Por eso, inundemos el país con carteles pidiendo juicio y castigo para la farolera. Nunca más para esa promiscua que no tuvo problemas en tropezar para dejar traslucir el túnel de sus piernas debajo de su pollera levantada, pero que fue más astuta para esquivar toda acusación sobre su golpismo. Nunca más, señores y señoras, reproduzcamos esa melodía, porque de lo contrario, cuando crezcan nuestros chicos votarán a los Macri y López Murphy del futuro.

viernes, 4 de julio de 2008

La nada...

Hoy no estoy para nadie...
menos para mí.