Siempre imaginé al diablo como un tipo grandote, de un metro noventa aproximadamente, musculoso como patovica de un boliche, vestido con la camiseta de Independiente y portando una desprolija cabellera.
Por ello, grande fue mi sorpresa cuando me encontré con el diablo, un demonio muy lejano a lo que me esperaba. Vestía un sobrio traje oscuro, camisa clara y corbata al tono. Pelo corto peinado con serum (según me diría después, el gel es una cosa de cristianos pacatos y anticuados), barba de tres días, al estilo yuppie.
Lejos de encontrarlo enfurecido, rojo de tanta ira contenida por siglos de desprestigios, lo vi taciturno, meditabundo y reflexivo. Juró que nunca me lo hubiese imaginado así.
Apenas me vio, se acercó y me invitó un café. Sentados a la mesa, me contó sus penurias. Me dijo que había creído en el proyecto de George Bush y eso lo había llevado a invertir en acciones de bancos y empresas que cayeron con la crisis de las hipotecas.
“Ya había perdido guita con el caso Enron y no aprendí la lección”, me dijo entre sorbo y sorbo de café.
“Estoy en la lona. No hay recursos y administrar el infierno sin guita es imposible. Se empezó a revelar la tropa y yo ya estoy demasiado viejo y cansado para seguir en la lucha”, me reconoció.
Parecía que estaba en el diván de Freud, entusiasmado narrando sus penurias. “Estoy yendo a Buenos Aires, voy a transar con Dios, necesito hacer un arreglo que me dé un poco de aire. Que deje de mandar gente al infierno, que los deje por un tiempo en el purgatorio o los aloje él”.
-¿A Buenos Aires? -pregunté.
-Sí, ¿o vos creías que eso de que Dios está en todos lados pero atiende en Buenos Aires era una mera frase.
Miró el reloj, era una perfecta imitación de Rolex contrabandeado desde Paraguay (al fin de cuentas, el Diablo puede permitirse esas licencias), terminó apurado el café y se despidió, no sin antes dejarme un consejo: “vos podrás ser creyente o ateo; podrás creer en la vida eterna, en la existencia del cielo o del infierno; podrás ser escéptico o nihilista. Podrás ser lo que quieras, pero nunca te hagas hincha de independiente. Vas a sufrir como un condenado”.
Por ello, grande fue mi sorpresa cuando me encontré con el diablo, un demonio muy lejano a lo que me esperaba. Vestía un sobrio traje oscuro, camisa clara y corbata al tono. Pelo corto peinado con serum (según me diría después, el gel es una cosa de cristianos pacatos y anticuados), barba de tres días, al estilo yuppie.
Lejos de encontrarlo enfurecido, rojo de tanta ira contenida por siglos de desprestigios, lo vi taciturno, meditabundo y reflexivo. Juró que nunca me lo hubiese imaginado así.
Apenas me vio, se acercó y me invitó un café. Sentados a la mesa, me contó sus penurias. Me dijo que había creído en el proyecto de George Bush y eso lo había llevado a invertir en acciones de bancos y empresas que cayeron con la crisis de las hipotecas.
“Ya había perdido guita con el caso Enron y no aprendí la lección”, me dijo entre sorbo y sorbo de café.
“Estoy en la lona. No hay recursos y administrar el infierno sin guita es imposible. Se empezó a revelar la tropa y yo ya estoy demasiado viejo y cansado para seguir en la lucha”, me reconoció.
Parecía que estaba en el diván de Freud, entusiasmado narrando sus penurias. “Estoy yendo a Buenos Aires, voy a transar con Dios, necesito hacer un arreglo que me dé un poco de aire. Que deje de mandar gente al infierno, que los deje por un tiempo en el purgatorio o los aloje él”.
-¿A Buenos Aires? -pregunté.
-Sí, ¿o vos creías que eso de que Dios está en todos lados pero atiende en Buenos Aires era una mera frase.
Miró el reloj, era una perfecta imitación de Rolex contrabandeado desde Paraguay (al fin de cuentas, el Diablo puede permitirse esas licencias), terminó apurado el café y se despidió, no sin antes dejarme un consejo: “vos podrás ser creyente o ateo; podrás creer en la vida eterna, en la existencia del cielo o del infierno; podrás ser escéptico o nihilista. Podrás ser lo que quieras, pero nunca te hagas hincha de independiente. Vas a sufrir como un condenado”.
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